martes, 22 de marzo de 2011

Confesiones de un cadáver en fase de putrefacción.

"Fallecí hace dos mil cuarenta y ocho años, aproximadamente, en una batalla contra hermanos. No era mal guerrero; de hecho, contra los galos había obtenido ciertos méritos, alguna medalla al valor, o incluso recompensas en sextercios. Pero aquello era diferente. Aquellos eran bárbaros que amenazaban nuestra existencia. Bárbaros que habían osado desafiar el poderío de nuestro pueblo, de Roma, a quien nadie podía amenazar y salir indemne. Merecían el castigo. Y nuestro pueblo necesitaba más tierras, más recursos.

Sin embargo, luchar contra hermanos de sangre era distinto. Nadie nos preparó para ello. Nadie nos advirtió de que, desde el otro campo de batalla, nos llegaría la rasgada voz de su general, ensalzando valores y virtudes que nosotros también teníamos. Un general que, poco ha, era también el nuestro. ¿Qué pensar? ¿En quién confiar? Tu corazón te decía una cosa, el general de tu ejército otra. Ya no podías desertar ni cambiar de bando, la Fortuna te había colocado en un lado u otro sin importar tu opinión. Y ya no tenía arreglo.

Cuando la primera carga falló y se nos ordenó formar, todo se tornó a peor. Estábamos tan cerca que podíamos ver el sudor en la frente de nuestros compatriotas. Podíamos reconocer un rostro aquí, una armadura allá. Algunos sollozaban en silencio al reconocer a su hermano en el enemigo, a su padre, a alguien de su familia. Nadie nos había preparado para eso.

Y todos esperábamos la señal, como el perro que se agazapa en el arbusto esperando a saltar sobre la gacela, salvo que el animal ya no tenía hambre, y no ansiaba esa caza. El peso del escudo era mayor que en otras guerras. El pilum parecía más afilado. El enemigo estaba demasiado cerca. Se intercambiaban susurros, perdones, noticias de casa. Llevábamos más de diez años fuera. Alguno escuchó allí por primera vez, justo antes de morir, que había tenido un hijo. O que su padre había muerto.

Habría sido totalmente distinta la batalla si nuestro general no hubiera sido tan fuerte y tan capaz. A una orden suya, se nos olvidaron los prejuicios y los losientos. Éramos otra vez sus guerreros, sus veteranos de la Galia, sus máquinas de matar y conquistar. Y ahí se demostró la pasta de la que estábamos hechos.

Por eso morí yo. Porque reconocí en mi primer enemigo a un amigo de la infancia, un compañero de juegos, casi un hermano, cuya última carta rezaba orgullosa que acababa de tener a su primogénito varón. Y así, elevando una plegaria a Marte, a Juno y a cualesquiera dioses que me pudieran oír, me lancé sobre su espada y le deseé suerte de todo corazón para sobrevivir a aquella masacre.

Ojalá jamás nadie recordara con orgullo la miserable batalla de Farsalia".

5 comentarios:

Hinageshi dijo...

Eres mi cronista favorita :p

Ojo de gato dijo...

Genial ^^

Menelmakar dijo...

Farsalia sí se recordará mal que le pese.

Morgana Majere dijo...

Gracias :)

Y Meneito, todo el mundo tiene derecho a tener sus propios deseos y razones. Incluso para olvidar.

Menelmakar dijo...

No lo discuto, pero eso no quita que sean brutalmente ignorados.