martes, 26 de octubre de 2010

Un día en la selva

Hace mucho tiempo, en el reino de la selva, el perezoso Tub enseñaba a los pequeños leoncitos cómo ser reyes. La mayoría de los pequeños le observaban con somnolencia y aburrimiento, y aprovechaban cada mínima oportunidad para desviar su mirada hacia la exuberancia de la selva, donde aguardaban sus amigos los jaguares y tigres para jugar a la caza del mono.

Tub intentaba por todos los medios que los leoncitos comprendieran la importancia de su misión, que se dieran cuenta de que el futuro era cosa suya, pero a ellos les daba igua. Al fin y al cabo, de todos ellos solo algunos llegarían a formar parte de la elite, y únicamente uno sería Rey.

Sin embargo, algunos aún prestaban atención al monótono discurso del perezoso, albergando ciertas dudas de su valía.

Un buen día, una tarde en que la bruma tropical envolvía la clase de Tub, un leoncito de incipiente melena se desperezó y miró fijamente al perezoso Tub.

- Tub, perdona...

Los demás leoncitos, y el propio Tub, se despertaron casi de golpe, sorprendidos al escuchar una voz distinta de la habitual. Tub se sentía algo incómodo, no estaba acostumbrado a que alguien le impidiera seguir escuchando su voz. Aquello era algo nuevo, si bien es cierto que tendría que haber sido así desde el principio. Pero él había hecho todo... Un leve carraspeo lo sacó de sus cavilaciones, y con un cabeceo dio paso al pequeño león.

- Sí, Tub, yo quería preguntarte. Si tenemos que aprender a ser buenos leones para poder ser, tal vez, el Rey en un futuro, ¿por qué nos lo enseñas tú que no eres un león? ¿Por qué no vienen los leones de verdad, los antiguos reyes, a contarnos cómo se hace? Al fin y al cabo, los perezosos nunca reinan...

Los demás leoncitos contemplaron a aquel pequeño atrevido en silencio, y volvieron la mirada hacia Tub el perezoso. Su incomodidad iba en aumento, no había esperado aquella pregunta. ¿Y a él qué más le daba? A su manera, él también debía reinar, él era como uno de ellos, ¡él era casi un león! Ignorando la pequeña vocecilla de su conciencia, que le susurraba muy bajito que era injusto, que el pequeño tenía razón, Tub sonrió y sacudió el escaso vello de su cabeza.

- Eso, proyecto de león, no es problema mío. Y ahora, el Código de Intervención. No es fácil lidiar con los problemas derivados de ser Rey...

La voz del perezoso Tub volvió a oírse en la exuberante selva. Los pequeños caían lentamente, uno por uno, en su habitual somnolencia, y el leoncito atrevido se dejó resbalar hasta el suelo. Parecía que, por el momento, nadie le daría una respuesta.

sábado, 23 de octubre de 2010

Solitude

Soledad, que tanto te buscamos cuando estamos con gente, y tan poco cuando estamos solos.

Tengo la suerte (o la desgracia) de ser capaz de autoanalizarme con cierto éxito. Esto implica que suelo saber con bastante certeza el origen de las cosas que pasan por mi cabeza, pero también que, unido a mi maldita empatía, tiendo a conocer la opinión de la gente sobre mí.

Hablábamos hace poco de la eficacia de los sociogramas como instrumento educativo, advirtiéndonos el profesor con gran vehemencia de que los datos obtenidos deberían ser guardados como secreto profesional. Y a pesar de no haber prestado juramento hipocrático, creo que es algo fundamental. El hecho de que alguien posea tantos datos personales (porque de esos datos hablo) sobre un grupo de gente que tiene que convivir de manera habitual le otorga un gran poder. Y ya se dijo una vez que un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

Los adolescentes están en una etapa de su vida en que su mente es una tabula (quasi) rasa, y lo que un profesor pueda decirles tiene la habilidad de marcarlos muy profundamente, a veces tanto que no lo olvidarán jamás. Esto puede utilizarse para bien, por supuesto, pero también puede servir como medio de tortura, como medio de menoscabar a un individuo y socavar sus cimientos hasta que pierda la confianza en sí mismo.

Y a pesar de que sea una forma de educar, el reducir a alguien a cenizas para a partir de sus ruinas levantar un nuevo edificio puede resultar un tanto peligroso. A veces los desechos no se pueden reciclar.

Sin embargo, esto va dirigido y orientado a los sociogramas (o al conocimiento) elaborados sobre otros. Pero ¿qué pasa cuando es uno el que obtiene esa información sobre sí mismo y por sus propios medios? ¿Qué ocurre cuando uno descubre lo que otros piensan sobre él?

Es necesaria mucha fuerza de voluntad y mucho temple para soportar las opiniones, tanto positivas como negativas. Puede parecer agradable recibir críticas positivas, saber que los demás te aprecian por tus dones (boobs?). Pero esto puede llegar a plantear dudas sobre la imagen que tenías de ti mismo. ¿Eres tan bueno como piensas? ¿De verdad creen así? O ¿es que tal vez se están riendo de ti?

Y no son menos duras las críticas negativas. Puede que con el apoyo suficiente seas capaz de asumir lo que otros piensan de ti, incluso puede que te llegue a dar lo mismo si te quieren, te odian o te ignoran.

Pero si ese apoyo falla, si tu fuerza interior no es la que piensas, corres el riesgo de caer. Porque un edificio con cimientos flojos, que se construyeron deprisa y con material defectuoso solo por conseguir rápidamente una buena fachada, no soportará el peso que se le aplique en cada piso. Y cuantas más particiones internas tenga, más difícil se le hará sostenerse.

Y como ya he dicho antes, a veces los desechos no se pueden reciclar.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Karma, yo también te quiero.

11.56 de la mañana. Una hora intentando estudiar. No hay manera.

Tengo hambre y no me concentro. Mis defensas han caído. Voy a la cocina a por un pastelito.

Abro el armario y busco algo, pero no lo encuentro.

De repente, una pinza sale disparada hacia mí, me golpea y cae al suelo.

La miro. Miro al armario. Me río. Pero qué coj...

Cuando una pinza te ataca porque vas a coger un pastelito para ver si te concentras mejor estudiando, lo único que puedes hacer es ponerla en su sitio y volverte a la mesa. Quién sabe lo que te pasará si te lo comes...

Muchas veces, el Universo sabe lo que nos conviene mucho mejor que nosotros mismos.


sábado, 2 de octubre de 2010

La luz del sol incidía sobre el cristal del ventanuco abierto, lanzando tímidos reflejos al interior del carromato. Sin embargo, su fuerza era apenas suficiente para iluminar el suelo repleto de bultos y cajas.

Unas telas polvorientas cubrían lo que parecía ser una jaula, de donde de cuando en cuando surgía un ahogado gemido. A su lado, un baul semiabierto se apoyaba contra un perchero roto, sujetándose el uno en el otro para evitar caer en algún bache fuerte.

En el suelo, al pie del perchero, yacía una marioneta. Tenía el rostro apoyado contra la oscura madera de las patas del objeto, como si no tuviera fuerzas o ganas de sostenerlo erguido. Al ritmo del carromato, su cabeza se balanceaba arriba y abajo, y con cada arriba, sus ojos brillaban bajo la tenue luz del reflejo de la ventana.

Estaba triste, la noche anterior había sido su primera vez. Ya no conseguía siquiera recordar el placer de los momentos previos. Habían sacado los mejores trajes, habían cubierto su cuerpecillo de madera con un vestido de lentejuelas rojas, y metido sus pies en unos zapatos bordados a juego. Habían maquillado su rostro, y dispuesto sus brazos y piernas al final de unos finos hilos de seda.

Había podido oír la música desde detrás del telón, oír los murmullos de los niños, esperando a que saliera. Y pudo ver sus caritas expectantes, deseando tan solo poder ver el espectáculo una vez más.

Y después, el vacío. El nudo en el estómago. El sudor seco. El frío. El silencio.

Y al final, cuando la depositaron con cuidado, pero también con un poco de rabia, a los pies del perchero, la absoluta certeza de que su brillante carrera había tocado a su fin.

Una marioneta no puede vivir con miedo escénico.

FIN