jueves, 26 de diciembre de 2013

Confesiones. Otra vez

Cuanto más tiempo paso inmersa en las redes sociales, más me doy cuenta de que a nadie le importa lo que tengamos que decir. Leo, en ocasiones con demasiada asiduidad, el día a día de personas a las que no conozco, mientras que la gente cercana a mí se mantiene en un ceñudo mutismo cibernáutico. Mi muro se ha convertido en un escaparate lleno de spam, de farragosas confesiones de desamor, o de quejas por la resaca de fin de semana (por suerte, y porque tengo dos dedos de frente, estos casos son los menos). O de quejas por cómo va el país. O de quejas porque la gente es muy falsa. O de quejas porque a un señor que vive a doscientos kilómetros de mi casa no le ha gustado la opinión que di sobre los callos que comí la semana pasada. O de quejas porque es Navidad y porque eso es muy consumista y porque es una moda social y porque hay que apartarse de ellas. Creo haber perdido ya la cuenta de las quejas que he leído en estos últimos días sobre el hecho de "felicitar la Navidad", así como de las ingeniosísimas felicitaciones alternativas a estas fechas. 

Lo peor es que, a veces, me asalta la -gracias a Dios- transitoria idea de plasmar alguno de mis superprofundos pensamientos. O alguna queja, precisamente por todo lo anterior, o por algo nuevo. O una onírica reflexión que revela más de mí de lo que estaría tentada a admitir. Pero después, por esta maldita costumbre de pensar antes de abrir la boca y de contener mis dedos antes de ponerme a escribir a lo loco, hábito que he adquirido a fuerza de golpes machacones, me doy cuenta de que a nadie importa lo que yo tenga que decir. ¿Quién tendrá el más mínimo interés por saber que tengo la enfermedad del sueño, yo que no soy más que un individuo anónimo tras un pseudónimo literario y a quien, por supuesto, no conocen? ¿Quién se preocupará por que yo diga que necesito huir, o por que la comida se me haya quemado? ¿Acaso alguien llamará desesperado a mi puerta cuando cuelgue una foto del último plato que cociné, que sabía a gloria?

A veces me gustaría ser más normal y pensar menos. Ser capaz de exhibir en mi muro de Facebook mis intimidades, compartir con mis entregados fans esa historia de desamor y recibir consejos de gente que vive en ciudades donde es de día cuando aquí ya cae la noche. Leer una felicitación por haber adelgazado doscientos gramos en Navidad de la otra única persona que está a dieta en estos días, seguramente en la otra punta del mundo, si es que existe. A veces me gustaría ser normal. 




Pero entonces miro de nuevo a esa gente y me doy cuenta de que me es indiferente si son o no felices. Si sus mensajes son un acto de sinceridad o tan solo una mera mentira literaria, una pose. Me da lo mismo. Y esa indiferencia, estoy segura, no es más que un espejo donde nos miramos todos de vez en cuanto. A nadie cambiará la vida si yo subo una foto de mi escote, artísticamente difuminado, o de mis lágrimas amargas para conmiseración y disfrute de los morbosos mirones del Caralibro. Y me oculto cada vez más en mi caverna y me pongo la máscara de socialidad para que nadie se de cuenta de que ya no soy la misma. De que no soy como ellos. Nunca lo fui, pero ahora cada vez menos. 

Como decía Dexter, 


"For so long all I wanted was to be like other people. 
To feel what they felt. But now that I do, I just want it to stop". 

Para bien o para mal, nunca podré ser como ellos. Siempre seré la nota discordante, la sombra que mira en la oscuridad. Hasta que el ocaso de mi tiempo me lleve lejos y el recuerdo de mi nombre se desvanezca hasta quedar solo en las palabras. Si es que esa realidad, por supuesto, aún existe.