jueves, 6 de mayo de 2010

Pollo al vapor

Me da mala espina la gente que tengo demasiado cerca. Me cuesta confiar, y continuamente me recuerdo que ellos también saben hablar.

Historia, magistra vitae, y esa es una de las principales razones de que haya cambiado tanto. ¿De verdad? No, en absoluto. O al menos nadie va a ser capaz de comprobarlo. Pero es cierto.

Reconozco que soy soberbia y hasta algo prepotente, que considero a la mayoría de gente muy inferiores, no a mí, sino a lo que deberían ser. La gente es gentuza, gentuza, gentuza...

Y es que es verdad. La sinceridad ha desaparecido, ya no se valora, ni se puede encontrar con facilidad. A veces tengo tentaciones, me siento débil, y quiero abrir mi corazón, ofrecer un hombro y encontrar el apoyo que me faltaba. Tener a alguien con quien cotillear, alguien con quien despellejar, alguien a quien escuchar cuando tiene problemas. Y a esto se añade mi maldita costumbre de querer arreglar el mundo. Ni que fuera carpintera...

Y cuesta darse cuenta. Darse cuenta de que tienes un pegamento superglú, de esos que lo arregla todo, y que no lo puedes usar. El tiempo te ha recluido en un pequeño espacio, en una ínfima habitación donde tu pegamento se pudre, se endurece, te pega los dedos y los ojos, para que ya no puedas llorar.

Por eso desconfías de la gente que tiene las manos limpias. Y de aquellos que se acercan demasiado. Lamentablemente, muy poca gente llega a conocerte y a apreciar los matices, a ver qué es lo que ha pasado y por qué. A ver lo que ya no está, a ver el espejo que recompusiste de débiles cristales que ya no brillan, opacos y rallados.

Y por eso ahora tu imagen se te muestra parecida, aunque algo rota. Borrosa en los contornos, desconocida. Pero la gente no se fija en el espejo, solo alcanza a ver la sombra que proyectas en la pared.

Y las sombras no tienen colores.