sábado, 13 de abril de 2013

El poder de las palabras

El novicio levantó la cabeza del manuscrito y estiró la espalda con un quedo quejido. Su mirada estaba ya a apenas una cuarta del pergamino; se había ido acercando casi sin darse cuenta conforme la luz vespertina iba haciendose más y más difusa. Flexionó los dedos de la mano y dejó el cálamo en su soporte junto al tintero. No podría copiar más aquella noche, de hecho era el único que quedaba en el scriptorium.

Se pasó las manos por el rostro, fatigado, pero no pudo evitar leer algunas líneas más del manuscrito. Había marcado cuidadosamente la última frase copiada, no quería volver a saltarse otra vez un par de líneas, mas el tema que trataba el códice que le habían dado a copiar era apasionante. Enfrascado como estaba en la lectura, no se percató del leve sonido de unos pasos a su espalda. 

 —¿No vas a bajar a cenar esta noche? 

 El joven dio un respingo al reconocer la voz de su maestro. 

 —¿La cena? ¿Ya? Vaya, he debido de perder la noción del tiempo, maestro. Estaba leyendo un poco más. Este códice me tiene atrapado... 

Alzando ligeramente la cubierta de cuero, el maestro leyó el título grabado en el lomo y sonrió. 

—No es para menos, tiene una prosa deliciosa. Y su contenido es cautivador. Creo recordar haber pasado toda una noche en vela por no poder abandonar su lectura. 

El novicio sacudió la cabeza y devolvió con reverencia el libro a su atril. 

—En cualquier caso, mañana por la mañana debo continuar copiando, así que ya leeré más en el descanso. Lo cierto es que estoy cansado. 

Se levantó con esfuerzo, como quien ha pasado demasiado tiempo en la misma postura, y caminó junto a su maestro hacia las escaleras de caracol. La fresca brisa primaveral se colaba por las troneras, entornados sus cristales, aunque ya se podía adivinar el calor del verano próximo en los olores del bosque. Pronto los campos verdes se tornarían amarillos, tostados por el ardiente sol de la campaña, y los días se harían largos, como también las horas de trabajo. Pero al joven no le pesaba. Era apasionante para él, y para cuantos compartían su cometido, copiar aquellos textos e ir descubriendo a cada línea un universo completamente desconocido. 

—Maestro... —No quería perturbar con su voz la tranquilidad de la noche; en la oscuridad el anciano sonrió. 

—Cuéntame, hijo. 

—¿Por qué nos dedicamos a copiar tantos textos? ¿No sería suficiente con tener una copia de cada uno y turnárnosla entre todos para su lectura? 

El suave susurro de sus sobrevestes acompañaba sus pasos alrededor del atrio porticado, mientras la débil iluminación de algunos candiles en sus hornacinas se entremezclaba con la plateada luz de la luna. En silencio aún, el hombre mayor se detuvo ante una de las estatuas de mármol que se alzaba entre las columnas y sonrió con complicidad. No era la primera vez que escuchaba aquella pregunta. Su mente se retrotrajo muchos años atrás, cuando su ahora escaso cabello formaba una melena leonina y sus manos empuñaban una espada y no un cálamo de madera tallada. La respuesta le había cambiado la vida. 

—Es por las palabras —El novicio frunció el labio superior, esperando una réplica algo más elaborada. Su maestro no se hizo de rogar. 

—Las palabras tienen el poder necesario para cambiar el mundo. Las palabras pueden dar vida, pero también la muerte. Una sencilla frase, Ubi tu Gaius, ego Gaia, puede unir dos almas para siempre, convertir dos cuerpos en una sola carne. Otra combinación diferente, sentar la paz entre dos pueblos; o tornarlos enemigos irreconciliables. En las palabras cobra forma el pensamiento, el intelecto, nuestra esencia y lo que nos hace especiales y diferentes del resto de seres de la Creación. Contienen un alma propia, una magia que se hace evidente al ser pronunciadas o escritas. Las palabras dan validez a un juramento, atan a quien lo pronuncia para siempre a los ojos de los hombres y los dioses. Son una condena, pero también una liberación. Culpable o inocente son dos meras combinaciones de letras que, sin embargo, encierran el significado de una vida. 

La voz del anciano fluía con naturalidad, como quien ha repetido, asumido e interiorizado tal conocimiento y lo ha hecho suyo por completo. Era una fe firme e inquebrantable, un pilar fundamental de su vida, en el cual se basaba también la de todos aquellos que vivían bajo aquel mismo techo. Con sumo cariño, apoyó la mano en el hombro del novicio y alzó la otra hacia la estatua. El mármol se había ido corrompiendo con los años debido a las inclemencias del tiempo, pero era indudablemente bella. Representaba a un varón desnudo, con cabello largo y rizado en elásticos bucles, con las manos alzadas sosteniendo un papiro y una pluma. 

—Si recuerdas las enseñanzas de la escuela, reconocerás en este insigne varón a Apolo, el patrón de las artes. Lo mandó esculpir ex profeso el fundador de este lugar para que recordásemos siempre cuál es nuestro cometido. Tan solo aquellos que, como tú, hayan perdido la noción del tiempo "por leer un poco más, una línea sólo, un par de frases", comprenderán que dediquemos nuestra vida y nuestro esfuerzo a conservar todos estos libros que copiamos cada día. Somos guardianes del conocimiento, protectores de esa magia que reside en las palabras y que, de no ser por nuestra obra, se perdería irremediablemente en el tiempo. Renunciamos a los demás sueños y ambiciones porque nuestro deseo es cuidar de esas palabras que no tienen otro protector que nuestras manos. El cálamo es nuestra espada; la tinta, la sangre con la que regamos el campo de batalla. Y la mejor victoria es saber que en el mundo hay otro ejemplar que asegura la permanencia de ese libro en concreto a lo largo de la historia. El futuro está lleno de peligros que amenazan su supervivencia. Es gracias a nosotros que ve aumentadas sus posibilidades de evitarlos. 

El joven novicio estaba visiblemente emocionado por cuanto acababa de escuchar y miraba ahora la estatua con otros ojos. Con delicadeza apartó unas hojas secas del pedestal y apretó los labios. 

—A veces, cuando llevo muchas horas escribiendo, mi vista se nubla y tiemblan mis manos. Entonces debo dejar el stylus y descansar para poder seguir copiando. Pienso que me gustaría tener un trabajo más ligero, menos duro. O incluso ninguno en absoluto. Dedicarme a meditar. O a labrar el jardín, me gusta sembrar y cuidar de los frutos de la tierra. Pero entonces alguna palabra capta la atención de mi vista errabunda, y lo siguiente de lo que soy consciente es del paso del tiempo. El rasgueo de la punta del cálamo en algún pergamino cercano o el canto de un pájaro en la ventana me devuelven a mi mesa, y me encuentro con un dedo marcando el lugar donde me quedé copiando, enterrado bajo varias páginas que he ido surcando sin ser siquiera consciente de ello. Y no puedo evitar sonreír, maestro, y el peso del día se aligera y sigo trabajando con el corazón elevado. ¿Es ese el poder de las palabras? 

El maestro sonrió y asintió, conduciendo con suavidad al joven hacia la sala común, donde quizás aún quedase algo con lo que poder llenar el estómago. 

—Ese, hijo mío, es un don del que pocos disfrutan, un regalo que los dioses prodigan con mesura. Y hemos de dar gracias por que nos hayan considerado dignos de recibirlo. Mañana, cada día del resto de tu vida, mientras tus fuerzas y tu vista te lo permitan, ante ti hallarás un universo desconocido que abrirá tu mente a miras imposibles siquiera de imaginar. Descubrirás el pasado, el presente, el futuro; el corazón y el alma humana. Y poco a poco las palabras irán revelándote su magia hasta que algún día, dentro de muchos años, recibas tú también esta pregunta y seas transmisor de esa esencia que las convierte en algo digno de ser preservado: el poder de las palabras. 

Las dos figuras se perdieron entre las sinuosas sombras que generaba el baile errático de las velas y a su espalda se cerró la gruesa puerta de madera que impedía que el cálido ambiente del salón común se escapase hacia lo profundo de la noche. Entre dos de aquellas columnas, un rayo de luna cubría de luz y sombra el rostro de la estatua de mármol, creando un curioso efecto. En el atrio porticado de aquel monasterio, Apolo parecía sonreír.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho, una prosa con mucha intensidad y fuerza pero a la vez ágil y flexible ( te suena? ),en definitiva, un rato de desconexion muy agradable, que por desgracia se me ha hecho corto. Enhorabuena.

Eugenio.

Morgana Majere dijo...

Me suena, me suena :D Muchas gracias y me alegro de que te guste! Nos vemos el martes!

Lucia dijo...

Maravilloso, sublime leer algo así en un día como hoy, auqnue la verdad poco importa el día , si hace calor o frio, o la condición de uno al leer el texto. Por eso llega independientemente de los factores externos, por la magia que se desprenden de estas palabras..por el poder que contienen. En verdad, gracias por este momento ^_^

Morgana Majere dijo...

Esa es la magia de las palabras :D Pero no es cosa mía, es toda suya. Gracias, reguapa!