jueves, 18 de abril de 2013

Dernière Levée


Dernière Levée


El bronco runrún del motor del vehículo pareció gorjear hasta detenerse por completo junto al bordillo más septentrional del parque. Los rayos del sol de mediodía incidían casi totalmente verticales sobre el césped recién cortado, y el viento traía hasta las ventanillas bajadas el alegre sonido de numerosas voces infantiles, canciones y juegos. El hombre alzó el ala de su gorra y se giró en su asiento.

—Son ocho dólares con cincuenta, pequeña. ¿Estás segura de pagarlo tú? ¿No están tu madre o tu padre esperando en el parque o en los columpios?

Con una encantadora sonrisa en su rostro pálido y pecoso, aquella extraña niña sonrió y sacó un billete de diez dólares de un pequeño monedero apoyado en su regazo.

—Quédese con el cambio. Y muchas gracias por el viaje, señor —Su voz, casi un susurro, tenía un inquietante tono cantarín y elevado. No tendría más de cinco o séis años, aunque a él jamás se le había dado bien calcular edades. Pero de algo estaba seguro: era demasiado pequeña para viajar sola.

El chasquido del cierre lo sacó de sus cavilaciones, pero aquella larga melena oscura se alejaba ya con sus bruñidos zapatos de charol negro y su vestido blanco por el sendero adoquinado. Negando en silencio, arrancó el coche y enfiló de nuevo hacia su puesto. Le gustase o no, no era ya asunto suyo.

El sol se colaba juguetón entre las hojas de los árboles, iluminando ora aquí, ora allá, revelando una ardilla, una formación rocosa, ocultando caprichoso una madriguera o el colorido envoltorio de un caramelo olvidado en algún jardín. Y de sombra en sombra avanzaba aquella niña cuya sonrisa no se borraba nunca de su rostro.

Se detuvo al llegar al linde del bosquecillo anterior al parque, golpeados sus oídos por el creciente griterío de los niños y las conversaciones de las madres sentadas en los bancos de alrededor; inspiró el olor a perrito caliente del carrito de un vendedor al otro lado del parque y sacudió su melena. Era un mero recuerdo de otra época, ahora ya no necesitaba alimentarse. Así no.

Con un gesto decidido colocó el oscuro cabello tras sus orejas y ciñó algo más apretado el lazo rojo anudado en lo más alto de su cabeza. Una nube cruzó por delante del sol en el cielo y ella aprovechó a deslizar su mirada por todos aquellos niños, ignorantes del escrutinio al cual los estaba sometiendo. Una película blanca neblinosa cubrió sus ojos color miel durante apenas unos instantes, suficientes para localizar su objetivo. Y hacia él encaminó sus pasos.

Con un gesto propio de una princesa, alisó el vaporoso vuelo de su vestido y se sentó junto a un niño de unos tres o cuatro años, a quien causó un repentino sobresalto al personarse sin ruido junto a su espacio de juegos.

—Me llamo Kuzita —le respondió a su muda pregunta—, ¿podría jugar contigo?

El pequeño frunció el ceño y, en un primer momento, atrajo hacia sí un raído conejo de fieltro con un ojo de cada tamaño y multitud de remiendos. Kuzita hizo un levísimo puchero y colocó el bolsito en su regazo y, sobre él, sus manos cruzadas, ocultas bajo unos delicados guantes de encaje a juego con el níveo vestido.

—Yo también tenía un Amiguito. Se llamaba Perejil, porque Baba le ponía dentro unas ramitas y así olería bien todos los días. Siempre dormía conmigo, porque nunca tuve una Mamá.

Bajando su mirada, el crío contuvo un suspiro y su vocecilla llegó apenas hasta los oídos de Kuzita.

—Yo tampoco tengo Mamá. Alfito es mi amigo.

Despacito, para no asustarlo, Kuzita desabrochó el botoncito de su bolso y sacó un precioso lazo rojo de satén. Con una sonrisa cogió el brazito y lo anudó con una primorosa lazada.

—Ahora yo también soy tu amiga, Kelín.

—¿Kelín? —Sus cejas se juntaron formando una pequeña línea al escuchar el extraño nombre— Yo me llamo…

Kuzita le tapó los labios con un dedito enguantado y lo miró muy de cerca con sus ojos teñidos de nuevo de blanco. Sonrió, iluminado su rostro pese a estar entre sombras, y de no se sabe donde sacó un brotecito de Perejil y lo colocó entre aquellas manitas rechonchas.

—Kelín, te llamas Kelín, corazón mío —Sus ojos volvieron a su habitual color miel, el sol parecía brillar con más fuerza, pero el niño guardaba silencio—. Y ya nunca volverás a estar solo.

Con elegante gracia se puso en pie y le tendió su mano cubierta de encaje para levantarlo. Apenas le sacaría un par de centímetros, de pequeña nunca pudo comer bien; así pues su mirada se enfrentó a los neblinosos ojos blancos del niño a igual altura y sonrió.

Enlazadas sus manos, los zapatos de charol apenas hollaban el césped mientras se dirigían ambos sonriendo hacia el bosque, donde sus sombras se confundieron hasta desaparecer. Algo más lejos, sobre aquel pequeño trozo de hierba, Alfito se descomponía ya mientras de su tronco y brazos brotaban frescos y olorosos tallos. Al terminar, solo dos botones desiguales reposaron en el húmedo suelo, entre las ramas nuevas de una frondosa planta de perejil. 

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