Dernière Levée
El
bronco runrún del motor del vehículo pareció gorjear hasta detenerse por
completo junto al bordillo más septentrional del parque. Los rayos del sol de
mediodía incidían casi totalmente verticales sobre el césped recién cortado, y
el viento traía hasta las ventanillas bajadas el alegre sonido de numerosas
voces infantiles, canciones y juegos. El hombre alzó el ala de su gorra y se
giró en su asiento.
—Son
ocho dólares con cincuenta, pequeña. ¿Estás segura de pagarlo tú? ¿No están tu
madre o tu padre esperando en el parque o en los columpios?
Con
una encantadora sonrisa en su rostro pálido y pecoso, aquella extraña niña
sonrió y sacó un billete de diez dólares de un pequeño monedero apoyado en su
regazo.
—Quédese
con el cambio. Y muchas gracias por el viaje, señor —Su voz, casi un susurro,
tenía un inquietante tono cantarín y elevado. No tendría más de cinco o séis
años, aunque a él jamás se le había dado bien calcular edades. Pero de algo
estaba seguro: era demasiado pequeña para viajar sola.
El
chasquido del cierre lo sacó de sus cavilaciones, pero aquella larga melena
oscura se alejaba ya con sus bruñidos zapatos de charol negro y su vestido
blanco por el sendero adoquinado. Negando en silencio, arrancó el coche y
enfiló de nuevo hacia su puesto. Le gustase o no, no era ya asunto suyo.
El
sol se colaba juguetón entre las hojas de los árboles, iluminando ora aquí, ora
allá, revelando una ardilla, una formación rocosa, ocultando caprichoso una
madriguera o el colorido envoltorio de un caramelo olvidado en algún jardín. Y
de sombra en sombra avanzaba aquella niña cuya sonrisa no se borraba nunca de
su rostro.
Se
detuvo al llegar al linde del bosquecillo anterior al parque, golpeados sus
oídos por el creciente griterío de los niños y las conversaciones de las madres
sentadas en los bancos de alrededor; inspiró el olor a perrito caliente del
carrito de un vendedor al otro lado del parque y sacudió su melena. Era un mero
recuerdo de otra época, ahora ya no necesitaba alimentarse. Así no.
Con
un gesto decidido colocó el oscuro cabello tras sus orejas y ciñó algo más
apretado el lazo rojo anudado en lo más alto de su cabeza. Una nube cruzó por
delante del sol en el cielo y ella aprovechó a deslizar su mirada por todos
aquellos niños, ignorantes del escrutinio al cual los estaba sometiendo. Una
película blanca neblinosa cubrió sus ojos color miel durante apenas unos
instantes, suficientes para localizar su objetivo. Y hacia él encaminó sus
pasos.
Con
un gesto propio de una princesa, alisó el vaporoso vuelo de su vestido y se
sentó junto a un niño de unos tres o cuatro años, a quien causó un repentino
sobresalto al personarse sin ruido junto a su espacio de juegos.
—Me
llamo Kuzita —le respondió a su muda pregunta—, ¿podría jugar contigo?
El pequeño
frunció el ceño y, en un primer momento, atrajo hacia sí un raído conejo de
fieltro con un ojo de cada tamaño y multitud de remiendos. Kuzita hizo un levísimo
puchero y colocó el bolsito en su regazo y, sobre él, sus manos cruzadas,
ocultas bajo unos delicados guantes de encaje a juego con el níveo vestido.
—Yo
también tenía un Amiguito. Se llamaba Perejil, porque Baba le ponía dentro unas
ramitas y así olería bien todos los días. Siempre dormía conmigo, porque nunca
tuve una Mamá.
Bajando
su mirada, el crío contuvo un suspiro y su vocecilla llegó apenas hasta los
oídos de Kuzita.
—Yo
tampoco tengo Mamá. Alfito es mi amigo.
Despacito,
para no asustarlo, Kuzita desabrochó el botoncito de su bolso y sacó un
precioso lazo rojo de satén. Con una sonrisa cogió el brazito y lo anudó con una
primorosa lazada.
—Ahora
yo también soy tu amiga, Kelín.
—¿Kelín?
—Sus cejas se juntaron formando una pequeña línea al escuchar el extraño nombre—
Yo me llamo…
Kuzita
le tapó los labios con un dedito enguantado y lo miró muy de cerca con sus ojos
teñidos de nuevo de blanco. Sonrió, iluminado su rostro pese a estar entre
sombras, y de no se sabe donde sacó un brotecito de Perejil y lo colocó entre aquellas
manitas rechonchas.
—Kelín,
te llamas Kelín, corazón mío —Sus ojos volvieron a su habitual color miel, el
sol parecía brillar con más fuerza, pero el niño guardaba silencio—. Y ya nunca
volverás a estar solo.
Con elegante
gracia se puso en pie y le tendió su mano cubierta de encaje para levantarlo.
Apenas le sacaría un par de centímetros, de pequeña nunca pudo comer bien; así
pues su mirada se enfrentó a los neblinosos ojos blancos del niño a igual
altura y sonrió.
Enlazadas
sus manos, los zapatos de charol apenas hollaban el césped mientras se dirigían
ambos sonriendo hacia el bosque, donde sus sombras se confundieron hasta
desaparecer. Algo más lejos, sobre aquel pequeño trozo de hierba, Alfito se
descomponía ya mientras de su tronco y brazos brotaban frescos y olorosos tallos.
Al terminar, solo dos botones desiguales reposaron en el húmedo suelo, entre
las ramas nuevas de una frondosa planta de perejil.
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