sábado, 2 de octubre de 2010

La luz del sol incidía sobre el cristal del ventanuco abierto, lanzando tímidos reflejos al interior del carromato. Sin embargo, su fuerza era apenas suficiente para iluminar el suelo repleto de bultos y cajas.

Unas telas polvorientas cubrían lo que parecía ser una jaula, de donde de cuando en cuando surgía un ahogado gemido. A su lado, un baul semiabierto se apoyaba contra un perchero roto, sujetándose el uno en el otro para evitar caer en algún bache fuerte.

En el suelo, al pie del perchero, yacía una marioneta. Tenía el rostro apoyado contra la oscura madera de las patas del objeto, como si no tuviera fuerzas o ganas de sostenerlo erguido. Al ritmo del carromato, su cabeza se balanceaba arriba y abajo, y con cada arriba, sus ojos brillaban bajo la tenue luz del reflejo de la ventana.

Estaba triste, la noche anterior había sido su primera vez. Ya no conseguía siquiera recordar el placer de los momentos previos. Habían sacado los mejores trajes, habían cubierto su cuerpecillo de madera con un vestido de lentejuelas rojas, y metido sus pies en unos zapatos bordados a juego. Habían maquillado su rostro, y dispuesto sus brazos y piernas al final de unos finos hilos de seda.

Había podido oír la música desde detrás del telón, oír los murmullos de los niños, esperando a que saliera. Y pudo ver sus caritas expectantes, deseando tan solo poder ver el espectáculo una vez más.

Y después, el vacío. El nudo en el estómago. El sudor seco. El frío. El silencio.

Y al final, cuando la depositaron con cuidado, pero también con un poco de rabia, a los pies del perchero, la absoluta certeza de que su brillante carrera había tocado a su fin.

Una marioneta no puede vivir con miedo escénico.

FIN

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