sábado, 6 de marzo de 2010

Aquellos pétalos habían perdido su color rojo hacía ya mucho tiempo, antes de que el suave otoño diera paso al rigoroso invierno. Habían yacido esparcidos sobre los adoquines de aquel parque durante meses, hasta que un viento más fuerte los arrastró al agua del lago.

Habían tratado de mantenerse unidos, sabedores de que nadie más podría comprender su desgracia, pero pronto se habían dado cuenta de que iba a ser imposible. Y de forma inmisericorde, las corrientes submarinas se los llevaron, alejándolos de aquel banco en el que una tarde, hacía ya mucho tiempo, un joven había dejado caer la rosa de la que venían. Y la había pisado hasta convertirla en un amasijo de pétalos rotos, igual que sus lágrimas habían convertido en una masa informe lo que hasta entonces había sido un corazón.

Y el viento los lanzó al agua, y el agua los separó. Y aquel banco suspiró en silencio, porque no podía llorar al amor que una tarde había visto morir a sus pies. Y los árboles siguieron creciendo, y el viento arrastrando pétalos, muy lejos, hacia el mar.

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