jueves, 21 de enero de 2010

Cornelia, hija del diablo

Ladeó sonriendo su rostro, mientras escuchaba el parloteo incesante del proyecto de novio. Lo había conocido en una cafetería cercana a B., en el primer recital de poesía al que había acudido.

Ambos coincidieron en que era tan aburrido que dormía a las moscas. Por eso no había ruido, hasta ellas se habían ido. Habían decidido ir juntos a tomar una última copa en el bar de las Tres, y ella había sonreído. Sonreído. No podía dejar de repetirlo, porque no recordaba cuando era la última vez que lo había hecho. Pero de verdad, las demás no cuentan.

Y le observaba hablar. Sobre el gobierno, sobre política, sobre gallinas, el color de los botones, porque la Iglesia siempre ha elegido mal las combinaciones para sus trajes, que por eso daban miedo los Obispos antes de Semana Santa. Como el último villano de esa película que, por cierto, tenían que ver juntos. No podía dejar de verla, o la bajaría él, pero no se la podía perder.

Desde ese momento supo que estaba condenada a acompañarle a comprar palitos de pan, que a él las palomitas tampoco le gustaban, para acompañar a aquella película tan famosa que ella aún no había visto. Y cuando él la agarró de la mano para cruzar la calle y ya no la soltó, sonrió, porque ya sabía que lo haría.

Lo estaba esperando.

Lo que él no sabía, como todos los protagonistas de las historias tristes, es que la suya tenía ya un punto final, y estaba cerca.

1 comentario:

Hinageshi dijo...

Por no llevarte la contraria, toseré.