La casa de Asterión, de Borges
Sé
que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que
no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es
infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales.
Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato
de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa
como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en
Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo
mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un
prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura?
Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví,
lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras
descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero
el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me
habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al
estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se
ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con
el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a
otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de
la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi
espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia
entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera
a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir,
corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la
sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay
azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora
puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa.
(A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he
abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro
Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora
desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta
o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el
sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las
partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un
aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los
pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor
dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y
polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el
templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la
noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los
templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo
que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión.
Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me
acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo
mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro
alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen
sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres
ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que
uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi
redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor
y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del
mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y
menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre?
¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un
vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.