Pasajes de Las voces de Penélope, pieza teatral de Itziar Pascual
(extractos del artículo "“Penélope se hace a la mar: la remitificación de
una heroína”,
de R. González Delgado (2005), Estudios Clásicos 128,
pp. 7-21).
«También
la mujer que espera (que en un momento de la obra se convertirá en 'la mujer
que esperó'), con un carácter atemporal, viene a decir que no hay final para la
espera y no se puede retener el amor, pues la desesperación de la espera
termina por hacer mella en la mujer (p. 114):
LA MUJER QUE ESPERA. Días, semanas, meses. Fragmentos de una eternidad
que se posa sobre mi piel. Sobre mi rostro ojeras que me regaló la noche; el
brillo en los ojos del sueño helado; los labios partidos de no besar, o de
hacerlo para conjurar tu recuerdo. No sé. Me alivia saber que fui capaz de
vivir una noche más sin ti. Me enseñaste a amar, a reír, a volar. Pero se te
olvidó enseñarme a olvidar».
«PENÉLOPE.
La historia oficial no me representa, porque está tallada por los vencedores.
La mía la escribió en piedra mi marido, Ulises. Fue una vida para la gloria y
la conquista, el triunfo sobre la guerra y la muerte. Mi conquista fue mucho
más discreta: la del diminuto espacio del ser y el estar. Aprendí a esperar,
pero no como ellos creen. La espera es una forma de resistencia. Es un acto
silencioso de reafirmación. [...] Al principio -es verdad- esperaba por él. Esperaba
la sorpresa de su barco en el horizonte [...]. El tiempo me hizo menos
dependiente. Asumí que aquel hijo era sólo mi hijo; que la historia de nuestro
tálamo estaba perdida y obviada. Que sólo volvería cuando se sintiera
satisfecho de sí mismo. Aunque ello le llevara buena parte de mi historia cotidiana;
lo mejor de mi juventud y de mi fe en la vida [...]. El dolor. (Largo
silencio.) Las primeras lunas me visitaron con el hastío de la vejez prematura.
Me preguntaba por el sentido de aquella ausencia, de aquel ir en busca de
bienes, ese infinito deseo por lo que no tenía. Ese querer siempre más. Fue
entonces, una de esas noches, cuando alguien me sugirió el juego del telar. A
tejer y destejer [...] ... Imprescindible para hilar esa parte de historia
oficial que tanto les gusta [...]. A veces me pregunto qué le hizo volver. No
lo hizo por mí. La vejez me ha hecho intuir que fue un acto de demostración.
Había salido triunfante de las batallas, nadie podía con su tenacidad. Un guerrero
sin oda no es nadie. [...]. La espera me hizo más fuerte, más segura y
descreída. Llegaban rumores constantes de regresos o tragedias. Y un día
aprendí a esperar. A esperarme a mí misma. Y a proteger un poco ese lado del
corazón que se hace arena o fuente, dependiendo de la luz que lo ilumina.
Aprendí a mirar mi sombra paseando por la orilla con una tristeza que construye
futuro. Esa tristeza dio paso a la serenidad. Y la serenidad a la calma. Y la calma
a la inquietud por ser yo, no la espera de otro. Me esperé a mí misma. Esta es
mi verdadera historia».